EDAD POST-MODERNA
- Juan José Arques
- 2 nov
- 6 Min. de lectura
Artículo de Opinión escrito por Juanjo Arqués
El dilema con el que se enfrentó el mundo en la Guerra Fría era muy claro: por un lado, estaba el capitalismo, que te daba un estado de derecho con todas las libertades habidas y por haber (incluida la
libertad de morirte de hambre), pero a cambio iba a generar una enorme desigualdad que podría traer
conflictos sociales; por otro lado, el socialismo estaba dispuesto a repartir la riqueza para solucionar los
problemas de desigualdad, pero a cambio te quitaba el estado de derecho. Es decir, ambos sistemas te ofrecían dos cosas inherentemente buenas que dignifican la condición humana, pero, a cambio, te pedían dos derechos irrenunciables: la igualdad y la libertad.
Los europeos, situados en medio del telón de acero, creamos el que, a mi parecer, es el sistema más justo de la historia de la humanidad: un estado del bienestar que combina políticas sociales con la libertad de empresa, creando un desarrollo como nunca visto en el mundo. De esta forma, se impidió la revolución obrera en Europa occidental, y las clases bajas europeas, que siempre habían pagado los platos rotos de las guerras, empezaron a ganar derechos, garantías y libertades, obteniendo una calidad de vida como nunca habían tenido.

Pero la Guerra Fría tuvo un deshielo y un ganador. Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia del mundo para la última década del siglo XX, el capitalismo quedó como la única postura económica, política y filosófica creíble y los antiguos países del Pacto de Varsovia traicionaron sus lazos históricos con Rusia y entraron en la esfera de influencia estadounidense. Esto solo podía significar una cosa: la parte socialista del modelo de bienestar europeo ya no era necesaria, el monstruo comunista que asustó a las élites e inspiraba a los obreros murió, y los partidos socialistas se hicieron neoliberales, las privatizaciones se convirtieron en el pan de cada día y surgió la Unión Europea para llevar más allá los ideales occidentales de la Guerra Fría.
Pero todo esto tiene un precio. Estados Unidos consiguió lo que ningún otro imperio de la humanidad había logrado: obtener la hegemonía sobre toda la superficie del planeta, sin ningún enemigo directo que se oponga a ella, y, por otro lado, Europa había dejado atrás su pasado imperialista para vivir en paz y con un gran desarrollo. Este desarrollo, por supuesto, se hizo a costa de los países del tercer mundo. Las antiguas colonias europeas en Asia y África recibieron a inversores de países extranjeros, y estos empezaron a trasladar sus fábricas desde sus países de origen a estos países pobres, donde la mano de obra era más barata, los impuestos más bajos y el nepotismo reinante en la mayoría de estos países permitía una libertad de acción que no tenían en los países con Estado de derecho. Este fenómeno se conoce como deslocalización, y se convirtió en un modus operandi de muchas empresas durante las décadas de los 60 y los 70. Gracias a esto, los países europeos se nutrieron de productos baratos hechos por sus propias empresas en otros lugares, y a cambio, los grandes detentadores de capital se enriquecieron aún más de lo que lo hacían en Europa, donde los obreros estaban empezando a ganar derechos por primera vez en la historia del continente.
Por otro lado, Francia, la gran potencia de Europa continental, tenía sus propios problemas: la industria alemana empezaba a hacerle una competencia seria, ya que fue destruida después de la Segunda Guerra Mundial y reconstruida con maquinaria de última generación. Francia solo tenía dos opciones para hacer frente a la economía alemana: devaluar su moneda o aumentar su ritmo de producción importando mano de obra barata de sus colonias del norte de África. La segunda opción fue la elegida, y sus consecuencias las estamos viviendo hoy.

En un principio, estos inmigrantes venían solos, sin familia, por lo que hacían su vida en la Francia metropolitana, se casaban con mujeres francesas, llevaban a sus hijos a escuelas francesas y adquirían la nacionalidad por simple asimilación. Esto cambió cuando se propuso llevar a cabo la llamada “reagrupación familiar”, es decir, los inmigrantes se traían mujeres del campo argelino, marroquí y tunecino, las llevaban a la metrópoli, tenían hijos con ellas y estos hijos recibían una educación islámica conservadora que no era compatible con los ideales de la Francia laica, progresista y occidental.
Este fenómeno concurrió con mayo del 68. Un grupo de estudiantes (que casi todos acabaron siendo
promotores del liberalismo en Europa) trató de levantar a la clase obrera francesa en una gran revolución contra el gobierno de Charles de Gaulle. Cuando la marcha llegó a una fábrica, los estudiantes descubrieron que los obreros habían cerrado la puerta y estaban lanzando piedras contra la manifestación. Este hecho hizo dar cuenta a la intelectualidad francesa de izquierdas de que el obrero ya no era la clase revolucionaria como lo había sido en las revoluciones anteriores. En esta época empezó la antipsiquiatría, las nuevas olas del feminismo y los intelectuales convirtieron al inmigrante en la nueva clase revolucionaria.
Tras esfuerzos de encontrar una nueva clase revolucionaria, los partidos de izquierda se olvidaron de esa clase obrera que, en un principio, estaban obligados a defender. Esto ha provocado desde entonces una migración masiva de apoyo político a los partidos de extrema derecha en Europa por parte de las clases populares. Este problema hoy en día lo está viviendo Alemania (y por extensión, la Unión Europea). La entrada de China en la Organización Mundial del Comercio condujo a una enorme avalancha de productos chinos que la competitividad alemana no podía soportar. Alemania ha cometido el mismo error de Francia, y está trayendo mano de obra barata de otros países, que se afincan en guetos y dificultan su relación con los alemanes de origen.
El neoliberalismo ha afectado a las clases populares europeas, que, hasta entonces, habían gozado de una gran calidad de vida. La crisis del 2008 provocó una recesión no vista en décadas, las grandes fortunas que se enriquecieron a costa del sistema huyeron rápido a paraísos fiscales. Los partidos políticos tradicionales ya no tienen respuesta para los grandes perdedores de la globalización, esto ha contribuido al extremismo político, a la normalización del discurso de odio, expandido con ayuda de las redes sociales, y a la consolidación de la “antipolítica” como una postura filosófica esperanzadora.

La brecha social y la tensión en los barrios más humildes han generado problemas de racismo y de xenofobia en toda Europa; un problema que desde la izquierda no se ha sabido resolver y que ha alimentado la legitimación de la violencia política en algunos lugares. La pelea eterna del último contra el penúltimo.
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que hemos acabado con la Edad Contemporánea, y nos hemos adentrado en una nueva era de la humanidad. Aquella era dorada de Occidente que empezó con la primera globalización, con la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, con el giro copernicano, con la quema en la hoguera de Giordano Bruno… ha muerto con la reina Isabel II, a la que los medios de comunicación han llamado la “última monarca global”. La nueva “edad posmoderna” será situada entre los académicos del futuro en algún punto entre el nacimiento de Facebook y la pandemia del 2020, como el inicio de la decadencia de la ideología que sostuvo el mundo occidental durante los últimos 300 años.
Su decadencia también desenmascara su papel como motor legitimador de las élites: el capitalismo no es el sistema de la libertad, o, por lo menos, no es necesaria la libertad para tener una economía capitalista funcional. China, Vietnam, Singapur…son países capitalistas muy eficientes, mucho más que la gran mayoría de países occidentales, pero son naciones donde la libertad no existe. La deslocalización y la aldea global están dejando paso a la desglobalización y al fin de la hegemonía occidental sobre el mundo. Hoy estamos viendo el paso final del capitalismo: grandes corporaciones están absorbiendo a las empresas de su competencia, concentrando el capital mundial en las manos de muy pocas personas y creando ecosistemas donde la libre competencia no es más que una quimera romántica.

El antropocentrismo está dejando paso al ambientalismo, fruto de las consecuencias del cambio climático, y el pacifismo ha dejado paso al belicismo, puesto que las generaciones que vivieron las guerras mundiales están muriendo en silencio.
Puedo decir que el mundo está atravesando una de sus etapas más oscuras. El discurso de odio y los cantos de sirena de los movimientos populistas han envenenado las almas de los jóvenes, llevándolos a una guerra perpetua contra enemigos imaginarios, explotando su energía y haciéndose dueños de sus emociones. Los inmigrantes, la clase más explotada, son la diana del odio de la propaganda ultra, habiéndose dado casos como el infame pogromo de Torre Pacheco. La pregunta no es cuándo empezó todo esto, sino hasta dónde estaremos dispuestos a llegar si deshumanizamos el sistema en el que vivimos.




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